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El Lado Oscuro de la Fuerza

Hay, volviendo a Bukowski, otro concepto mágico que he visto necesario reseñar en esta unidad. Si he titulado a esta parte «El Lado Oscuro de la Fuerza» es porque, precisamente, me toca hablar de oscuridad. Me toca ser malvado —como malvado es en su esencia más pura el Lado Oscuro de la Fuerza (¿No habéis visto La Guerra de las Galaxias? ¿¡Y a qué esperáis!?).

Hemos hablado del «No lo intentes (hazlo)», pero ahora me voy a poner un tanto más trágico y voy a deciros que «No lo hagáis.» Y es que a veces la mejor manera de hacer algo es no haciendo nada al respecto. ¿Pensáis que se me ha ido la cabeza? Puede, pero es que precisamente hay veces en las que la cabeza simplemente se nos va. Por las razones que sea: porque el mundo nos supera, porque son muchas las presiones que soportamos, porque no podemos tramitar todas ellas, mucho menos cuando nos vienen en conjunto —y es que, precisamente, de las desgracias suele decirse que no vienen solas (o que vienen en conjuntos de tres, si atendemos al proverbio inglés «bad things come in threes»)—, porque no somos héroes, sino personas de carne y hueso; y las personas de carne y hueso tendemos a tener períodos brillantes y períodos más oscuros (una vez más, el Lado Tenebroso de la Fuerza llamando a nuestra conciencia), períodos en los que nos cuesta «mantener el nivel», la alegría, la cordura e incluso la esperanza.

Pues como a toda persona de carne y hueso, a Bukowski le sobrevenían estos períodos como a ti y como a mí nos sobrevienen, a veces por causas justificadas —la muerte de un ser muy querido, por ejemplo— y a veces por causas de aparentemente desconocida justificación (con las que que pasa como pasa con el miedo, no obstante, tal y como describíamos al principio: siempre hay una causa subyacente que encontrar siempre que sepamos mirar más allá).

Lo cierto es que cuando a Bukowski le sobrevenían estas crisis —«depres», que llamaría más de uno, ya estuvieran más o menos justificadas clínicamente como tales— él tomaba una drástica decisión. Conste en acta, antes de que se me echen encima padres y madres de familia así como los miembros más conservadores de la sociedad, que si crees que eres víctima de una depresión clínica —así, con todas las letras— bien estaría que visitares a un especialista de la salud mental. Estos cuadros clínicos son, en dos palabras, verdaderamente jodidos y, en unas pocas más, profundos y lúgubres pozos de los que a veces cuesta mucho salir si no se cuenta con la ayuda profesional necesaria. Esto que os comparto aquí, por tanto, no es una solución para salir de la depresión —ni yo soy un especialista en esos temas, por lo que de seguir según qué senda habrás de saber que lo estás haciendo bajo tu única y exclusiva responsabilidad. Ni todos somos Bukowski ni —como veíamos antes— los mismos paradigmas funcionarán para unos como lo hacen para otros. Esto que os cuento aquí es para que leáis y procesáis la moraleja, tal y como podríais procesar la moraleja de cualquier otro cuento de hadas que os contaren. Ahora bien, cuando se trata de Bukowski, pocos matices de cuentos de hadas nos vamos a encontrar —tanto en su literatura como en su vida—; por ello que si no te gusta lo que lees, si lo consideras ofensivo o perjudicial para tu salud (mental, física o incluso espiritual) o si llanamente te enfada la idea de que lo esté compartiendo, te invito a que hagas oídos sordos —u ojos ciegos, más bien—; que pretendas que nunca escribí lo que estoy a punto de escribir; que nunca lo leíste y que, de tal modo, sigas con el resto del contenido de esta serie fingiendo que que lo que estoy a punto de contarte nunca te lo conté, nunca existió. ¡Chitón!

Estoy seguro de que ahora tienes más ganas de leer lo que voy a decir a continuación que si no te hubiera hecho el prolegómeno que te he hecho. Esto es así, queridos lectores, porque en esencia, somos —los seres humanos— animales no sólo simbólicos, sino simbólicamente mórbidos. Y es que de estos animales simbólicamente mórbidos de los que tanto tú como yo como Bukowski formamos parte, llama poderosamente la atención lo mucho que nos gusta mirar allí donde sabemos que no nos va a gustar mirar. Piénsalo: nos gusta pasar miedo. Pero a eso, una vez más, ya tendremos tiempo de volver para analizarlo debidamente.

Mientras tanto, volvamos a Bukowski y a sus depresiones. De alguna forma que sería considerada destructiva por todo aquel que se las dé de persona cuerda y sana, Bukowski aprendió a canalizar sus peores días, sus peores sensaciones y sus peores experiencias llevando su «no lo intentes» hasta el paroxismo del «no lo hagas», de un modo tal que, de hecho, acaba convirtiendo toda esa negatividad en fuentes de renovada creatividad personal. Tanto así que un día escribió lo que estáis a punto de leer:

» Tengo períodos en los que, ya sabes, en los que me siento un poco débil o deprimido. ¡A la mierda! Ni el cereal que como me sienta bien. Simplemente me voy a la cama durante tres días y cuatro noches, corro todas las cortinas y me voy a la cama. Me despierto. Cago. Meo. Me bebo una cerveza y me vuelvo a la cama. Y salgo de ella completamente re-iluminado durante dos o tres meses. Me recargo con eso.

» Creo que algún día… algún día dirán que este chico psicótico sabía algo al respecto. Ya sabes, en los días por llegar, con la medicina y cómo sea que se averiguan las cosas. Todos el mundo deberían irse a la cama de vez en cuando, cuando se sienten bajos de limos y rendirse durante tres o cuatro días. Entonces volverán con fuerzas durante un tiempo.

» Pero estamos tan obsesionados con tener que levantarnos, hacer cosas y volver a dormir. De hecho, hay una mujer con la que vivo ahora que se levanta sobre las 12.30 o la una de la tarde. Y le digo: «Tengo sueño. Quiero ir a dormir.» Y ella dice: ¿Qué? Quieres irte a dormir… ¡Si sólo es la una de la tarde! Ni siquiera estamos bebiendo, ya sabes. Carajo, no hay nada más que hacer que dormir.

» La gente está clavada a los procesos. Arriba. Abajo. Haz algo. Levántate, haz algo, vete a dormir. No pueden salir de ese ciclo. Ya verás, algún día lo dirán: «Bukowski lo sabía.» Acuéstate tres o cuatro días hasta que recuperes tus fuerzas , levántate entonces, mira alrededor y hazlo Pero, ¿quién coño puede hacerlo cuando necesitas un dólar? Eso es todo. Menudo discurso, ¿no? Pero significa algo.

Una vez más, no te estoy invitando a que tomes al pie de la letra este «menudo discurso» —como él mismo se refiere al mencionado— de Bukowski. Te estoy invitando a que mires más allá. Que mires que hay veces —esas veces en la que todo parece que nos puede, que nos vence y nos conquista— en los que, a veces, la mejor solución es tan simple como echarse a descansar. Parar tres o cuatro días, cuanto sea que «tres o cuatro días» acaben durando. Que te despiertes al término, habiendo verdaderamente recuperado tu ímpetu, tu ánimo, tus fuerzas… que mires alrededor y, entonces sí, te decidas a hacerlo.

O, en otras palabras:

«Está bien sentirse mal.»

No siempre ni continuamente, pero si que hay momentos en los que lo más conveniente es dejar de forzar la máquina, descansarla y dejar que sea el tiempo, el descanso y uno mismo el que finalmente encuentre el momento más adecuado —que no perfecto— de decir:

—Éste es mi momento.

El «Carpe Diem» y la concentración

Pero entonces, aprovéchalo. Otro gran escritor, andaluz como yo, tiene otra frase asociada de ésas que a uno se le quedan grabadas para siempre en la memoria: 

—En tiempos de amor se vive; en los de desamor, se escribe.

Personalmente, en mi juventud me machacaba (me torturaba, digámoslo así) muchísimo por no sentarme «a hacer lo que debía hacer en el momento en que debía ser hecho». El tema es que era joven —aún lo soy, me consta—, estaba cargado de vida y enamorado; no de alguien en particular —o quizás sí, pero eso no viene al caso—, sino de mí mismo (no confundir en este contexto con engreimiento, del que, como todo joven, probablemente también pecaba), de mis ganas de vivir, de mis propias energías, de tener experiencia tras experiencia casi a cualquier costo que dichas experiencias se llevaran consigo como peaje. Luego volvería a mi casa de madrugada —o quizás incluso ya despuntando el alba— con un cuaderno y un bolígrafo en las manos y pretendiendo que sobreviviría al cansancio acumulado por cualesquiera las experiencias que ese día, esa noche… o esos días y esas noches… me habrían permitido disfrutar para escribir «la gran obra maestra» de mi vida como el joven prodigio que quería demostrarle al mundo que era (cuántos errores de planteamiento juntos puede uno tener acumulado en la juventud, ¿verdad?, pero es que para eso es la juventud… ¿no?). Delirios, además, probablemente provocados por los estados de conciencia alterada en los que por aquel entonces incurría con inusitada persistencia y continuidad e imposibilitado, precisamente, por dichos mismos estados en tanto a cómo éstos tienden a afectar a la disciplina y a la constancia requeridas para trabajar en esa «gran obra maestra» que quería acabar compartiendo con el mundo.

Moraleja: aprende a compartimentalizar.

Esta palabra, que probablemente ni siquiera sea parte de aquello que podamos llamar «español reglado», es un neologismo que ahora parece estar de moda entre psicólogos, otros terapeutas (coaches, que los llaman hoy en día) y la siempre avispada jungla de periodistas, ávida de encontrar nuevos vocablos que poder explotar en cada una de sus crónicas. Pero alzándonos sobre dicho palabro con un término más psicológicamente preciso, existe en esta ciencia lo que se conoce como disonancia cognitiva. Este tipo de disonancias se traducen muy fácilmente en el ejemplo que sigue: no puedo estar viendo la tele —disfrutando lo que veo, cuanto menos— pensando lo mucho que tengo que trabajar y no puedo estar trabajando —ser eficiente y productivo al respecto, cuanto más— pensando en lo mucho que me gustaría estar en este momento repanchigado en el sofá disfrutando de una maratón de mi serie favorita en Netflix.

Lo mismo, además de a otras facetas de tu vida, se va a aplicar a tu capacidad escritora. Si cuando escribes sientes que estarías mejor haciendo cualquier otra cosa en el planeta… pero cuando estás haciendo cualquier otra cosa en el planeta sientes que deberías estar escribiendo… No vas a disfrutar lo que hagas sea lo que sea que estés haciendo en cada caso. Y recuerda lo que dijo el poeta:

—En tiempos de amor se vive; en los de desamor, se escribe.

Así que si tienes que escribir —porque es lo que te apetece estar haciendo en ese momento dado— escribe; si te apetece hacer otra cosa, mucho mejor si haces esa cosa pensando en esa cosa y disfrutándola hasta el extremo final de la última de sus consecuencias. Cuando estés escribiendo, pon todo lo que tengas en escribir. Cuando estés haciendo otra cosa, concéntrate en ella como si no hubiere nada más en la Tierra que pudieres estar haciendo en ese momento. Eso, querido lector, se llama concentración. Y pocas cosas te serán más útil en la vida que la concentración.

Muchos «consejos de libro de recetas (para escritores)» te dirán que construyas un ecosistema hermético y aséptico en lo que a distracciones se refiere; uno en el que no suene el móvil —ni el teléfono tradicional si es que todavía tienes uno de ésos a tu alrededor—; uno en el que no haya ruidos de fondo (o éstos estén minimizados al máximo posible); uno en el que nadie vaya a irrumpir en tu espacio; uno en el que no entren ni siquiera moscas ni mosquitos, en el que puedas poner todo dispositivo electrónico en modo de «no molestar»; uno, en definitiva, en el que puedas aislarte de todo lo que te cause la más mínima distracción.

Y no me parece mal. A veces es necesario —y cuando no necesario, quizás sí preferible. Ahora bien, yo te propongo otra cosa: yo te propongo que cuando te pongas a escribir sea porque verdaderamente quieres ponerte a escribir. Porque, precisamente, cuando verdaderamente desees hacer eso y nada más que eso, las moscas, los mosquitos, quien ose irrumpir en tu espacio, el modo «no molestar» de tus dispositivos electrónicos, los ruidos que se filtran del exterior y las llamadas con las que te sorprenda tu teléfono —móvil o tradicional— no conseguirán sacarte de algo que acabará convirtiéndose en el mismo espacio de calma y concentración mental que un monje budista pueda disfrutar a la hora de su profunda meditación trascendental diaria. Sólo tienes que desearlo, que quererlo de verdad. Citando de nuevo al poeta:

—En tiempos de amor se vive; en los de desamor, se escribe.

Y en mis palabras: si te enamora lo que haces, si te enamoras de lo que haces, lo vivirás de un modo tal que ni una aparición angelical podrá desviarte del rumbo de tus palpitaciones sobre el teclado o de tus garabatos sobre el papel, si es que eliges escribir de una forma más tradicional. Si te desenamora lo que haces, si te exaspera, te asfixia o te deprime (en la forma en la que el desamor suele deprimirnos), cualquier mínima distracción será suficiente para que te desvíes del camino que te has trazado; de aquel proverbial camino que separa el punto A del punto B y que has de recorrer sobre el alambre trenzados que tú mismo extiendes a medida que sobre él te deslizas.

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Lo que lees es parte de la serie «El oficio de escritor», dedicada a hablar del proceso de escritura y todo lo que él atañe: miedos, bloqueos, procesos, métodos y, en general, un puñado de no muy malos consejos sobre cómo afrontar ciertas partes de la vida. Puedes seguir el hilo de la serie continuando al siguiente artículo o visitando el anterior si aún no lo leíste.

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10.

Nadie debería hacerle ascos a una buena dosis de inspiración, pero la inspiración no es algo indispensable para escribir.

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En abril de 2020 comencé The IF Show en Youtube para hablar de ciertos asuntos de los que quería hablar. Después de comenzado, la cantidad de trabajo desplazó el tiempo — y la energía — que tenía para hacerlo, por lo que dejé de producirlo y emitirlo en algún momento del otoño de ese año. Voy a volver a las andadas más pronto que tarde, pero mientras que lo hago, puedes disfrutar de lo que en su momento fue.

Ibai Fernandez
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