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La enseñanza de las hormigas

No os vais a creer lo mucho que me ha enseñado una hormiga hoy. Y no, todos tranquilos: no ha sido producto de una larga conversación filosófica entre ella y yo, obvia evidencia de haber estado sumido en un alterado estado de conciencia producto de la incorporación a mi organismo de alguna sustancia psicotrópica. Ha sido la pura, casual e incluso me atrevería a decir que en principio errática observación que he hecho de uno de estos himenópteros a medida que hacía —o, mejor dicho, intentaba hacer— «su trabajo» (porque conseguirlo, como veréis finalmente, no lo ha conseguido).

Y si entrecomillo «su trabajo» es porque no sé cuál es el trabajo de una hormiga salvo, supongo, que el de —como cualquier ser vivo a expensas del homo sapiens sapiens— preservar el orden natural.

Sea como fuere, lo cierto es que dicho «trabajo» consistía en arrastrar algo —dígase una semilla o un trocito de planta o de cualquier otro excedente vegetal que más tarde (incluso al tacto) no acabaría por poder reconocer— a lo ancho del camino que, alicatado en blancas baldosas, separa mi habitación del resto de la propiedad en la que vivo y que, para aquellos que aun no lo sepáis, es donde a día de hoy ejerzo uno de los muchos trabajos en los que generalmente ando metido (emprendimientos, como ahora está tan de moda llamar a aquello de buscarse la vida por cuenta propia): el de camarero, mixólogo, relacionista público, mercadólogo y, a fin de cuentas, co-propietario del Chankete, restaurante 100% español en Salinas, Ecuador.

El tema es que, en uno de los muchos paseos que suelo hacer (sobre todo) en las mañanas de miércoles (que es el primer día de la semana que, cada semana, el Chankete abre sus puertas) entre mi habitación y ese resto del inmueble en el que propiamente —además de otras dependencias familiares— se sitúa la cocina, el patio de mesas y la barra del restaurante, observé a esta hormiga —no de las más grandes que he visto en mi vida, pero tampoco de esas a las que hay que prestar atención para verdaderamente atisbar— arrastrando ese algo inidentificable. En ese momento estaba más pegada al borde del camino que da al jardín que a su opuesto —en el que las únicas yerbas que crecen son malezas que cada día trato fútilmente de extinguir arrancándolas una a una de la grava entre la que crecen—. La miré considerando la lentitud con la que arrastraba su carga —sus patitas pareciendo resbalar sobre la cerámica blanca a medida que lo hacía— y, alzando las cejas, seguí mi camino.

Recuerdo, en ese justo momento, haber añadido un pensamiento a mi observación tal que:

—¡Quién fuera hormiga para poder mover 10, 50, 100 veces el propio peso!

Y continué mi camino.

Habida hecho la gestión que fuera que me tocara hacer en ese momento a cualquiera de los extremos del camino sobre el que la hormiga azarosamente trataba de deslizar su carga, volví sobre mis pasos por el mismo camino sobre la que aun, no habiendo avanzado más de un par de centímetros, el himenóptero se afanaba en tirar de aquella cosa —fuera lo que fuera de lo que tiraba—, en principio, con poco éxito… si bien, teniendo en cuenta que mides un centímetro y medio, avanzar al menos dos portando algo que te supera 10, 20 o 50 veces en peso, es todo un logro; y de ahí la primera enseñanza:

Todo logro es relativo a tu tamaño

Obviamente, para cualquiera que no quiera leer mis letras de la manera más literal (y superficial) posible, se dará cuenta de que, aquí, «tamaño» es una suerte de metáfora que puede significar muchas cosas, casi tantas como el que no esté leyendo de una manera tan literal (y superficial) pueda llegar a imaginar: valía, fondo físico, capacidad intelectual, capacidad de superación, necesidad de excelencia, altos estándares de calidad…

Esto se ilustra muy sencillamente trayendo a colación una sencilla cualidad —que no nos meteremos, sin embargo, en la tarea de juzgar o evaluar—: la del perfeccionismo. Si eres muy perfeccionista (aquí «tamaño», por ejemplo, se equipara a «perfeccionismo»), cualquier cosa que no sea perfecta te va a saber a trabajo no del todo bien hecho —cuando no del todo «deficientemente hecho».

Por lo tanto (he aquí la conclusión a este ejemplo en particular), tu «tamaño» —esto es, tu capacidad necesidad de perfeccionismo (nuevamente, sin entrar en juicios de valor al respecto)— es de magnitud tal que cualquier logro, a no ser que sea equivalente a dicha magnitud (esto es, que no sea perfecto), te va a saber poco.

* * *

Pasando página, regresaba nuevamente sobre mis pasos —ya era la tercera— y, con ello, volvía a toparme con la hormiga, que aun no llegaba ni a la divisoria longitudinal del camino. Fue cuando me detuve y lo vi claro: ayudaría a la hormiga dado que ya lo que más me preocupaba era poder llegar a pisarla si, por lo que fuera, en uno de mis paseos arriba y abajo del camino, no prestaba la suficiente atención y, ¡zas!, acababa con su vida.

E imaginaos qué putada: tú tratando de preservar el orden natural arrastrando una carga no identificada 10, 20 o 50 veces más pesada que tú… y llega el típico subnormal de turno a joderte la marrana —y la mañana— poniendo sus 30 centímetros de pie sobre toda tu existencia; una familia de decenas de millones que alimentar y, ¡zasca!, pisotón en toda la vida.

Y ya que lo tenía tan claro, me arrodillé en el suelo tratando de encontrar la forma  más lógica, obvia, práctica, eficaz y eficiente de ayudar a la hormiga.

No tardé ni un segundo en figurarme que ayudándole a arrastrar su carga sería como mejor le podía ayudar. Así, empujando con el índice su carga desde el otro extremo al que ella estaba sujetando aquel trocito de naturaleza sin identidad, traté de acercarla al borde hacia el que parecía dirigirse cuando, ¡oh, sorpresa!, la hormiguita soltó la carga y se alejó de ella un centímetro, como reluctante, sin embargo, a perder de vista su mercancía. 

Me aparté. Había intervenido en la obra de la naturaleza de la forma más insatisfactoria. Había interrumpido un proceso que ya se me antojaba más que obvio que no debía haber interrumpido y, de repente, me sentía no solo como el invitado a una fiesta a la que nunca fui invitado, sino, además, como el invitado al que ningún otro participante de la misma querría jamás haber visto aparecer. Arrugué el gesto y me alejé mientras, simultáneamente, trataba de pensar una alternativa y rogaba a los hados porque la hormiga regresara a su intención original… pero no. La hormiga se alejó definitiva y funestamente de la que había sido su mercancía y corrió —ya libre de carga— hacia el borde del camino al que inicialmente trataba de llevarla.

* * *

Así que tuve otra genial idea: pincé la que había sido su carga entre los dedos índice y pulgar y tratando de vaticinar cuál sería el avance de su recorrido en lo que ya a todas luces parecía una huida en toda regla y arrojé el pedazo inidentificado de naturaleza en su dirección. Casi que acierto… a darle encima a la pobre con aquel cachito de lo que fuera que le había lanzado. Tanto así que, supongo que, alertada y sintiendo algo así como una enorme sensación de peligro, la hormiga aceleró su marcha y se perdió entre la grava y las malas yerbas que en ella —por mucho que futilmente me encargo en erradicarlas tratando de arrancarlas una a una— crecen.

Volví a arrugar el gesto. Me sentí triste y frustrado y decepcionado de mí mismo. Me incorporé y lo hice pensando que (enseñanza número uno) no se puede ayudar a quien no desea ser ayudado. Igualmente, otra conclusión se hizo patente en mi pensamiento: que ayudar a alguien no siempre equivale a solucionar —ni tan siquiera parcialmente— los problemas —tareas, misiones, obstáculos o esfuerzos— que ese alguien esté tratando de solucionar —llevar a cabo, cumplir, superar o realizar—.

Lo que no sabía es que unas horas más tardes me esperaría una lección tan importante (o quizás más) que estas dos que ya estaba tratando de digerir.

La segunda hormiga

Y es que os he mentido desde el principio.

Cuando dije —y me auto-cito textualmente— «No os vais a creer lo mucho que me ha enseñado una hormiga hoy», tenía que haber dicho «No os vais a creer lo mucho que me han enseñado dos hormigas hoy».

Porque lo cierto es que mi mundo —sí, todo mi mundo, esperanzas, ilusiones y sueños incluidos, para hacerlo lo suficientemente dramático— ha colapsado cuando, horas más tarde, en otro de los viajes camino arriba y camino abajo de esos de los que hago docenas al cabo de cualquier día dado, he visto que había dos hormigas tratando de deslizar algo muy parecido a lo que fuera que la primera hormiga en la que me fijé trataba de deslizar esas cuantas horas atrás.

Una hormiga agarraba aquel algo por un extremo y otra hormiga lo agarraba por el otro. Una tiraba —entiendo— mientras que la otra —supongo— empujaba. Curiosamente, iban igual de lentas de lo que la primera hormiga iba cuando intentaba la hazaña de forma solitaria, pero ahora eran dos y —quería yo entender— se estaban ayudando. Como yo había querido ayudar a la primera, la segunda empujaba la carga a medida que la primera (que a lo mejor ya no era la primera, sino otra hormiga completamente diferente, vete tú a saber si incluso de un hormiguero distinto al que pertenecía la primera que había tratado yo de ayudar.

El caso es que, teniendo ya la primera hormiga —fuera la misma que aquella que en la mañana yo había tratado de ayudar o una completamente distinta, que en realidad tanto da— y habiendo aprendido debidamente la lección que la sabia naturaleza había tenido la delicadeza de enseñarme hacía horas, me decidí a no intervenir salvo como un distante (tan distante como mis 180 y pico centímetros separan mis ojos del suelo) espectador.

Y allí, contemplando a dos hormigas tratando de trabajar —o trabajando, mejor dicho— en equipo para arrastrar una carga vegetal no identificada a través de la distancia que delimita el ancho de ese camino alicatado de baldosas blancas por el que camino diariamente docenas y docenas de veces, fue que tuve la tercera —y quizás más importante enseñanza del día.

Porque a veces no solo se trata de que no se puede ayudar a quien no desea ser ayudado; a veces no solo se trata de que ayudar no equivale a solucionar los problemas de las personas que están tratando de solventar sus problemas —o a tratar de hacerlo ofreciendo soluciones que a dichas personas ni les van ni les vienen—; a veces, simplemente, se trata de que no solo no eres la persona que debería estar ayudando a quien sea que necesite ayuda, sino que a veces, incluso, no perteneces a la misma especie que sea que debería estar prestando ayuda en el momento concreto en que esa ayuda necesita ser prestada. 

A veces, simplemente, es mejor seguir nuestro camino, así nuestro camino —por las que sean las obligaciones de nuestro guion— tenga la obligación de pasar una y otra y otra y otra vez al lado de esa persona, de esa especie (o representante de ella) que en principio podría parecer que necesita ayuda para solventar un problema, —de hecho y para empezar—, cuya solución —importante también darse cuenta de esto— ni siquiera te ha pedido que le ayudes a encontrar.

Y hasta ahí puedo leer. Al menos por hoy.

Buenas noches.

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En abril de 2020 comencé The IF Show en Youtube para hablar de ciertos asuntos de los que quería hablar. Después de comenzado, la cantidad de trabajo desplazó el tiempo — y la energía — que tenía para hacerlo, por lo que dejé de producirlo y emitirlo en algún momento del otoño de ese año. Voy a volver a las andadas más pronto que tarde, pero mientras que lo hago, puedes disfrutar de lo que en su momento fue.

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