Hay dentro de cada uno de nosotros un músculo, una célula... que siempre va a tratar de convencernos de que «no lo intentemos». Veamos por qué —y cómo tratar de solventarlo— en este artículo.
.- Ibai Fernández Tuitéame
El universo tiene una ley común (universal, valga la redundancia): que todo (¡todo!) tiende al mínimo estado de energía, al máximo estado de reposo posible. Y en ese sentido siempre hay dentro de cada uno de nosotros un musculito, una célula —cuando no muchos músculos y muchas células— que siempre van a tratar de convencernos de que estemos lo más quieto posibles, de que hagamos lo mínimo posible que esté en nuestra mano; en definitiva, de que no lo intentemos.
Es curioso, porque eso mismo pone en la tumba de uno de mis escritores favoritos de todos los tiempos. Si queréis saber quién es —al menos en este momento— os va a tocar investigar (o googlear, que a día de hoy parecen —por suerte o por desgracia— sinónimos) al respecto. Sin más contexto que ése, el cinismo se antoja patente: un escritor (lo suficientemente prolífico) cuyo epitafio reza: «Don’t try». Pero es aquí donde el contexto se antoja necesario. Dicho escritor —por ahora anónimo para el que no haya salido ya corriendo a investigar de quién se trata—, se comunicó así en una carta escrita durante su vida a alguien que le preguntó una vez qué hacía para escribir y cómo creaba lo que creaba; el escritor respondió:
«No lo intentes. Eso es muy importante: "no" intentar. Ya sea en relación a los Cadillacs, la creación o la inmortalidad. Esperas, y si no pasa nada, esperas un poco más. Es como un insecto en lo alto de la pared. Esperas a que te llegue. Cuando se acerca lo suficiente, extiendes la mano, lo abofeteas y lo matas. O si te gusta su apariencia, lo conviertes en una mascota.»
Años después de esa carta (casi tres décadas después, de hecho) no mucho antes de morir —pero quizás lo suficiente—, este escritor escribía en otra de sus cartas:
«Trabajamos demasiado. Intentamos demasiado. No lo intentes. No trabajes. [Eso que buscas] Está allá. Nos ha estado mirando directamente, ansioso por salir del útero cerrado. Ha habido demasiada dirección. Todo es gratis, no hace falta que nos lo digan. ¿Clases? Las clases son para los culos. Escribir un poema es tan fácil como batir la carne o beber una botella de cerveza.»
Quince años después de esa carta, la esposa del escritor estaba siendo entrevistada cuando el tema del epitafio salió a colación. Sus palabras concluyeron con la controversia que había suscitado la leyenda que sobre la tumba de su difunto marido estaba escrita; ella dijo así:
«[…] tengo tantas ideas diferentes de personas que no entienden lo que eso significa. Bueno, "¿No lo intentes? ¿[Se trata de] Sólo ser un holgazán? ¿[De] Tumbarse?” ¡Y yo [digo] no! No lo intentes, hazlo. Porque si pasas tu tiempo intentando algo, no lo estás haciendo… [Así que] No lo intentes…»
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Por si os sirve de algo, cuando empecé a escribir este artículo no tenía ni la más mínima idea de qué deciros, de cómo iba a llevaros del punto A al punto B. De cómo iba a rellenar un vacío con palabras que os pudieren inspirar lo más mínimo a analizar cuáles son vuestros miedos —tanto generales como al respecto de la escritura en particular— y qué o cómo hacer para luchar contra ellos.
Siguiendo el razonamiento anterior, había células y músculos en mi cuerpo que me invitaban a tumbarme en mi sofá o incluso en mi cama, sintonizar cualquier canal de entretenimiento posible y dejarme llevar a los brazos de Morfeo para esperar a que mañana saliere el sol y tener que enfrentarme al día siguiente con la misma cuestión que el anterior; ésta es: ¿Cómo puedo ir del punto A al punto B para decirle a quien me vaya a leer qué es el miedo, cómo lo entiendo yo, cómo se aplica a la escritura —o cómo entiendo yo que se puede aplicar— y cómo pueden hacer para vencerlo? Podría haberme sentado a intentarlo. O podría, simplemente, haberlo hecho (y he aquí el resultado, que estás leyendo).
Porque, de haberlo intentado, quizás —más probablemente— aún estaría aquí con medio párrafo a medio escribir y (sobre todo) planteándome: «¿Será la mejor forma de hacerlo? ¿Cubriré todos los ángulos? ¿Satisfaré todas las perspectivas y las expectativas?» Conclusión:
¡No lo intentes, hazlo!
.- Cualquier persona en su sano juicio. Tuitéame
Lo que lees es parte de la serie «El oficio de escritor», dedicada a hablar del proceso de escritura y todo lo que él atañe: miedos, bloqueos, procesos, métodos y, en general, un puñado de no muy malos consejos sobre cómo afrontar ciertas partes de la vida. Puedes seguir el hilo de la serie continuando al siguiente artículo o visitando el anterior si aún no lo leíste.
Todo temor es, en realidad, el reflejo de otro miedo subyacente que es el que verdaderamente hemos de descubrir —y combatir— para vencer.
La originalidad es algo sobrevalorado — o relativamente inexistente. Más que perseguirla incesantemente, te recomiendo que intentes otra cosa: encuentra tu voz.