Digamos que te ofrezco pescado. Pero te lo ofrezco de tres formas diferentes:
- Cocinado y en el plato, listo para engullir.
- Crudo y esperando a que lo cocines —para que lo puedas engullir.
- Vivo y esperando a que lo pesques —para que tengas que pescarlo y cocinarlo antes de poder disponerte a engullirlo.
Si eres de los primeros, quizás no debas estar aquí. Ponte Netflix y disfruta una historia sin ni siquiera tener que hacer el esfuerzo de seguir las letras y de pasar las páginas —o de «hacer scroll».
Si eres de los segundos —ya sea una cuestión de pragmatismo o de urgencia—, en un ratito pasamos a esos «consejos de libro de recetas (para escritores)» para que puedas tratar de cocinar algo rápido pero decente con lo que que puedas quitarte el hambre.
Si eres del tercero (¡eres de los míos!), creo que habrás disfrutado hasta aquí y, con todo, quizás te parezcan buenos algunos de esos «consejos de libro de recetas (para escritores)» que se vienen a continuación, una pequeña lista de actividades que al menos a mí me funcionan cuando de arrancarme a escribir se trata.
Pero para ti, lector del tercer grupo, te traigo un poco más de sedal para tu caña (de pescar) antes de entrar en la cocina. Helo aquí:
Hemos hablado antes de pintura, pero podemos llevarlo a cualquier otra expresión artística. La de la música, por ejemplo, funciona igual: una vez sabes cómo funcionan las notas, los ritmos y las armonías (por decir tres componentes de la música de la forma más aleatoria posible y, espero, útil a la sazón de este ejemplo), la música disco, la clásica y la punk acaba resumiéndose en una alteración de ciertos patrones que desembocan en resultados distintos que, de un modo u otro, acaban no obstante siendo música. Se podría decir, por tanto, que Mozart, Sid Vicious y Gloria Gaynor —por ejemplo— encontraron su voz y que la persiguieron con ahínco (bueno, quizás Sid Vicious con menos ahínco que otros exponentes del mundo de la música) para hacer creaciones musicales (bueno, no creo que pudiéremos decir Sid Vicious que creó mucho tampoco, en realidad, pero creo que entendéis por dónde voy con todo esto) que, al final, son —y no dejan de ser— música. Y así con todo lo que implique crear, lo que nos llevaría indefectiblemente a un debate sobre qué es crear, qué es creatividad y, final y horriblemente, al debate que uno nunca quiere tener una vez acaba la etapa universitaria: «¿Qué es arte?»
La escritura por supuesto que puede ser elevada a la categoría de arte, pero no tiene por qué serlo para seguir siendo buena escritura. Además, el arte —y con esto abro y cierro el debate — está más «en los ojos del que mira que en los cuerpos —y las mentes— de quienes lo crean». Tanto así que, en cualquier caso y sea como fuere, lo que unos percibirán como arte (música punk, por ejemplo) otros lo concebirán como «ese horrible ruido que mi hijo escuchaba durante la secundaria»; y para los que ese horrible ruido es una forma suprema de arte quizás encuentren en Mozart —arte supremo… o no— la forma más fácil de morirse de aburrimiento (aunque esto, la verdad —abro y cierro debate— es tener poca —¡ninguna!— sensibilidad).
Estaréis pensando a estas alturas que divago. Me asombraría, de hecho, que no fuere así —incluso si sois del tercer grupo— porque sin duda alguna lo estoy haciendo. Trataba de probar con ello —no obstante y espero que con éxito— puntos importantes en relación al miedo a escribir —y, más esencialmente aún, a cómo perderlo. Puntos que, en resumen, son los que siguen:
El miedo siempre es la parte visible de otro miedo subyacente
Generalmente, todo miedo está relacionado con la puesta en riesgo de la propia (y confortable) identidad que ya tenemos asumida que implica una serie de consecuencias posteriores: en primer lugar, la de un esfuerzo: el de hacer algo cuando estamos más cómodos no haciéndolo; en segundo, la de una exposición: la de ponernos a nosotros mismos como objeto principal de nuestro propio —y más probablemente negativo— juicio; en tercero, la de una exploración y su posterior descubrimiento (o la falta del mismo, que nos podría parecer en un principio igualmente preocupante): un descubrimiento que puede ir bien, pero que también puede ir muy mal si lo que descubrimos no nos parece suficiente o suficientemente bueno (una vez más, de acuerdo al que sea ese juicio que nos hacemos a nosotros mismos); si sentimos no tener qué decir (un vacío) o no asumimos nuestra propia forma de hacerlo, nuestra propia voz (otro vacío).
En resumen, una última vez:
El miedo a escribir es el miedo a enfrentarnos a nosotros mismos, a no ser capaces de preservarnos debidamente, de preservar nuestra identidad, la que tenemos aceptada desde el punto de vista de la incapacidad a su respecto.
.- Ibai Fernández Tuitéame
No lo intentes... ¡Hazlo!
Lo dijo Yoda…
Lo dijo Morfeo…
Y para quien haya llegado aquí sin googlearlo, el que lo dijo y lo dejo por escrito en su epitafio fue Bukowski, uno de los escritores más celebrados del siglo XX —y sin lugar a dudas uno de mis favoritos. «¡No lo intentes, hazlo!»
Si te pones a darle muchas vueltas a algo corres el riesgo de entrar en la paradoja del sobreanálisis.
La paradoja del sobreanálisis
Dicha paradoja consiste en que a la hora de hacer un análisis o, dicho de otro modo, «un examen detallado de una cosa que se realiza separando o considerando por separado las partes que la constituyen y a través del cual poder conocer las características, cualidades o el estado de dicha cosa así como para poder extraer conclusiones a su respecto», nos quedamos tan encallados en dichas partes constituyentes, en dichas características o cualidades, en dicho estado y en cada uno de los detalles y de las posibles conclusiones a lo que todo ello nos da opción de extraer que nunca verdaderamente acabamos concluyendo nada a su respecto.
Así que deja de darle vueltas: abre un folio y escribe. No tiene que ser bonito, no tiene que ser efectivo. Sólo tienen que ser letras. Hay por ahí una historia de un autor —de éste no me sé el nombre— que escribió más de 70 novelas en toda su vida. Cuando le preguntaron, en su vejez, cómo había podido llegar a ser tan prolífico, comunicó la receta de su éxito al mundo; y lo hizo de la siguiente manera:
Doscientas palabras malas al día. Si eres capaz de escribir doscientas palabras malas al día, estás en el buen camino.
Bueno, la línea de diálogo tal cual la acabáis de leer me la he inventado yo, pero lo de las «200 palabras malas al día», al parecer, sí que lo dijo.
Así que, moraleja: «No lo intentes, sólo hazlo». Deja de darle vueltas a la cabeza sobre si serás capaz, sobre si serás lo suficientemente bueno, sobre si serás lo suficientemente original. Deja de darle vueltas y hazlo. Si te paras a pensar en las infinitas posibilidades, las infinitas posibilidades siempre ganan; porque, de numerosas, son infinitas; y nadie en su sano juicio puede tratar de vencer el infinito.
¿Quizás ya estés preparado para hacer el ejercicio propuesto sin tener que «detenerte a intentarlo» antes? ¿No? Bueno, podemos intentarlo más tarde. Toca, pues, seguir leyendo.
Escribe como si nadie te estuviera leyendo
¿Has escuchado alguna vez eso de «Baila como si nadie te estuviera viendo»? Pues llévatelo esta vez al terreno de la escritura. Bailar es algo que —como casi todo en esta vida— se puede elevar a la categoría de profesión y a la de arte, dos conceptos que inmediatamente nos evocan a la profesionalización y a la maestría en el manejo del que sea el concepto (dígase, por ejemplo, del de bailar). Ahora bien, eso no significa que tú no puedas posarte sobre el suelo de una discoteca y, sin profesionalización ni maestría, quemarlo simplemente porque te encante bailar, porque la música te lleve… por lo que sea. Sin embargo, si eres como yo, a no ser que tu estado de conciencia se encuentre severamente alterado, probablemente caigas en la paradoja del sobreanálisis que anteriormente he mencionado. En definitiva, que te dé tanta vergüenza hacerlo que no llegues a hacerlo, sean los que sean los obstáculos que te pongas en el proceso y los motivos que encuentres para no hacerlo (esto es, sea lo que sea que sobreanalices al respecto). Y, finalmente, lo que pasará será que te quedes en un rincón del local balanceando tu bebida ligeramente y tratando de llamar la atención lo menos posible —e incluso envidiando a aquellos que se atreven a hacer lo que tú no.
Ahora bien, un día, pongamos, una mañana de domingo, suena esa canción que sonó el sábado anterior en la discoteca en la que estabas —la misma canción, incluso el mismo remix de mierda que escuchabas la noche anterior— y, en la soledad de tu casa o quizás de tu habitación (o de tu baño, quién sabe)… ¡Tiembla, Bruno Mars!
Pues bien, no sólo la misma dinámica aplica a la hora de escribir sino que quizás la mejor noticia al respecto sea que, de hecho, a la hora de escribir, ése es un gran —cuando no, incluso, el mejor— enfoque. El de hacerlo para ti, el de hacerlo no como si nadie te estuviera viendo, sino como si nadie te fuere a ver —a leer, en este caso.
A tal respecto, el citado con anterioridad autor —Charles Bukowski— tiene un poema que, lindo o no, quizás te haga falta leer antes de decidirte a pensar si verdaderamente quieres o no quieres escribir. Es más, te servirá para decidirte a hacer cualquier cosa que quieras hacer en esta vida, en realidad. El poema dice así:
Si no te sale ardiendo de dentro,
a pesar de todo,
no lo hagas.
A no ser que salga espontáneamente de tu corazón
y de tu mente y de tu boca
y de tus tripas,
no lo hagas.
Si tienes que sentarte durante horas
con la mirada fija en la pantalla del ordenador
o clavado en tu máquina de escribir
buscando las palabras,
no lo hagas.
Si lo haces por dinero o fama,
no lo hagas.
Si lo haces porque quieres mujeres en tu cama,
no lo hagas.
Si tienes que sentarte
y reescribirlo una y otra vez,
no lo hagas.
Si te cansa sólo pensar en hacerlo,
no lo hagas.
Si estás intentando escribir
como cualquier otro, olvídalo.
Si tienes que esperar a que salga rugiendo de ti,
espera pacientemente.
Si nunca sale rugiendo de ti, haz otra cosa.
Si primero tienes que leérselo a tu esposa
o a tu novia o a tu novio
o a tus padres o a cualquiera,
no estás preparado.
No seas como tantos escritores,
no seas como tantos miles de
personas que se llaman a sí mismos escritores,
no seas soso y aburrido y pretencioso,
no te consumas en tu amor propio.
Las bibliotecas del mundo
bostezan hasta dormirse
con esa gente.
No seas uno de ellos.
No lo hagas.
A no ser que salga de tu alma
como un cohete,
a no ser que quedarte quieto
pudiera llevarte a la locura,
al suicidio o al asesinato,
no lo hagas.
A no ser que el sol dentro de ti
esté quemando tus tripas, no lo hagas.
Cuando sea verdaderamente el momento,
y si has sido elegido,
sucederá por sí solo y
seguirá sucediendo hasta que mueras
o hasta que muera en ti.
No hay otro camino.
Y nunca lo hubo.
.- So you want to be a writer?, by Charles Bukoswki.
De lo que Bukoswki habla —a expensas de lo más obvio—, es que no hagas aquello cuyo proceso de realización no te enamore. Así de sencillo. Si quieres escribir, tiene que enamorarte el proceso de escribir. Plantéatelo como un salto en paracaídas. Si lo vas a hacer, vas a vivir todo el descenso. Y al final da igual que puedas contárselo a papá, a mamá, a tus novios, novias o amigos; da igual, incluso, lo que te paguen por ello, los patrocinios o las apariciones en los medios o en los libros de historia (de la aviación o de la literatura, tanto da). Quien se ha comido los muchos metros de descenso en caída libre has sido tú y no va a haber forma plausible de que nadie sienta eso a través de una experiencia vicaria por muy bien que sepas describir ese mismo proceso, ya seas paracaidista o escritor (o ambos). Y no sólo a esas disciplinas es que se aplica este concepto, sino que tiene su reverberación en todas las facetas de la vida.
Si volvemos a nuestro ejemplo basado en el baile, la gente que es buena bailando, profesionales, artistas o simplemente aquellos que queman la pista de baile un sábado por la noche en su discoteca favorita, son personas que están enamoradas del proceso que implica poner el cuerpo al servicio de la música. Les gusta sudar cuando lo hacen, les gusta acabar cansados de tanto mover el esqueleto, les encanta llevar el ritmo con diferentes partes del cuerpo y seguir todo tipo de patrones corporales y cinéticos que es a lo que, al final, llamamos bailar. Puede incluso que les guste que les vean haciéndolo, pero no es más que otra faceta de su gusto por el baile en sí, no de su gusto por que «les vean bailando» (¿realmente puede existir tal cosa?). Muchos de nosotros —de los que no sabemos, decimos nos saber o, simplemente, nos avergüenza bailar— vemos a las personas que sí saben —o que lo disfrutan soberanamente aún no tengan ni idea de cómo hacerlo— y consideramos que tienen que haber entrado en alguna suerte de trance para conseguir hacer todo lo que hacen; ya sea porque sean muy buenos en ello o porque les dé igual lo que piensen de ellos mientras lo hacen.
Es más, si retomamos sobre los estados alterados de conciencia en los que sé que más de uno sí que se siente todo un Michael Jackson sobre la pista, podremos entender más fácilmente ese mismo concepto de trance. Total, tu cerebro ya está «todo loco» sin saber qué es exactamente lo que está pasando (muchas reacciones sinápticas, todo empapado de neurotransmisores…), así que ahí sí que te puedes poner a bailar todo lo descerebradamente que quieras bailar, a tocar una guitarra sin saber cómo cuadrar un sólo acorde, a entrarle a ese chico o a esa chica que tanto te ha gustado (y que sí que baila como tú sólo puedes soñar llegar a hacerlo) o incluso a llamar a tu ex y expresarle todo ese arrepentimiento sobre lo que sea que os llevó a la ruptura y que no te has atrevido a hacerlo… hasta entrar en ese trance.
Moraleja: si pensamos en cualquier otra cuestión que queramos pensar, la gente que triunfa es la que disfruta haciendo lo que hace mientras lo hace, no la que tiene que esperar los réditos respectivos para confirmar o no que disfrutó haciendo una determinada actividad. La que «entró en trance» mientras hacía lo que hacía y no la que quiso obtener esa misma sensación de trance a partir de cuáles fueron los resultados obtenidos de realizar esta o aquella actividad.
Y es que, precisamente:
La clave (de la vida) está en disfrutar lo que se hace cuando se hace.
.- Cualquier persona en su sano juicio. Tuitéame
Sin más.
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Lo que lees es parte de la serie «El oficio de escritor», dedicada a hablar del proceso de escritura y todo lo que él atañe: miedos, bloqueos, procesos, métodos y, en general, un puñado de no muy malos consejos sobre cómo afrontar ciertas partes de la vida. Puedes seguir el hilo de la serie continuando al siguiente artículo o visitando el anterior si aún no lo leíste.
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