Las relaciones —dicen— son los multiplicadores de la vida. Las buenas relaciones —dicen— mejoran las circunstancias que ya de por sí son clasificadas como buenas. Las malas relaciones, en cambio, empeoran situaciones que ya de por sí son malas. Y es más que probable que uno de los mayores impactos, en el largo plazo, sobre tu salud, tu riqueza y tu felicidad venga determinado por la gente con quien decidas pasar tu tiempo —más, algunos dirían— que casi cualesquiera otros tipos de decisiones que pudiéremos llegar a tomar.
Culaquier momento es un gran momento para sentarnos a analizar y a reflexionar sobre nuestras relaciones. Empieza por el principio: piensa en alguien con quien te relaciones y que suponga una influencia positiva. ¿Ya? Pues ahora corre a conectar con esa persona y a brindarle tu gratitud más genuina.
Ahora piensa en otra persona con la que te relaciones, pero que sea, en esta ocasión, alguien de quien consideres que te deprime, te frena, te entorpece tu crecimiento personal… ¿Listo? Enumera las cosas que te hacen mal al respecto de esa relación concreta. ¿Listo? Pues bien, ahora ve escribiendo al lado de cada uno de los puntos de esa lista ciertas reglas que habrás de poner en práctica cuando la ocasión lo amerite. El resultado debería ser algo así como:
Ejemplos prácticos
- Cuando [mi ex] me [llama y me dice que me extraña], no [voy a corresponder su añoranza].
- Cuando [mi jefe] me [haga preguntas inapropiadas], no [voy a responder].
- Cuando [el pastor de mi congregación religiosa] me [haga sentir incomodidad], le [diré que se detenga].
Y, ahora bien, aférrate a tus reglas. No las rompas por nada del mundo… y prepárate a registrar el impacto de la aplicación de cada una de ellas. Puede que el resultado te sorprenda. Porque, recuerda, son los pequeños cambios los que conducen a cambios más grandes —y son los cambios grandes los que nos guían a avances personales duraderos—.
La anécdota de la semana
La semana pasada recibí un correo electrónico de alguien que me decía haber adoptado una mentalidad que yo resumiría de la siguiente manera:
Y para ilustrarlo, una bonita historia que me pasó cuando era más joven.
Se trataba de una excursión de escuela. En este caso, el destino era las estaciones de esquí de Sierra Nevada. Mi mejor amiga en aquel tiempo tenía un miedo atroz a snowbordear, por lo que decidió quedarse en la cafetería mientras los compañeros se subían las diferentes colinas en aquellas sillas colgantes y las bajaban deslizándose en sus tablas alquiladas.
Yo, la verdad, no sabía que hacer: mi amiga era todo mi mundo —sí, por supuesto que quería que se convirtiera en algún momento en algo más que una amiga—, pero, por otra parte, las posibilidades que yo tenía al respecto de disfrutar de un día de esquí y snowboarding quedaban constreñidas a excursiones como las de aquel día, ya que mi familia nunca consideraba el esquí dentro de la agenda de sus momentos de ocio. Así que aproveché una escapada de mi amiga al excusado para correr a la que entonces era mi profesora y contarle la película. Ella sonrió, asintió y me dijo que la esperara en la mesa a la que estaba sentado con mi amiga tomando todo el chocolate caliente gratis que nos permitía el pase de día que nos daba el derecho a hacerlo.
Al ratito, mi amiga volvió del baño y, un ratito después, nuestra profesora nos «visitó» en nuestra mesa. Su discurso fue claro y contundente y, curiosamente, también podía reducirse a esas palabras que he mencionado antes, aquellas con las que alguien me resumía en un correo la semana pesada al respecto de su cambio de mentalidad.
Algo hizo el discurso porque, una vez la profesora hubo vuelto a su puesto de vigía, mi amiga se levantó de la mesa y sin mediar palabra se dirigió a la zona donde entregaban el equipo de snowboarding en alquiler. Tomo todo lo necesario —yo hice lo mismo justo a continuación— y, aun sin mediar palabra, nos encaminamos a las «sillas voladoras».
E hicimos snowboarding.
Las historias más bonitas no son necesariamente las más ciertas
La historia sería demasiado bonita si no os contara la verdad: en la bajada —sí, en la primera de ellas, la primera del día y, cabría entender, de su vida— mi amiga… acabó con la muñeca rota. No sé cómo pasó. Sé que en un momento determinado me dijo:
—Te veo abajo.
Y al momento siguiente estábamos abajo… entre sus gritos y sus lágrimas de dolor. Resultó, además, que no solo se trataba de su primer intento sobre una tabla de snowboard, sino también de su primer hueso roto. Yo, en mi afán adolescente de ser el caballero de la oxidada armadura que trataba de proteger incondicionalmente a la que se me antojaba como mi «princesa en apuros», sentí la mayor de las culpabilidades… después de todo, yo lo había provocado. Para alimentar el sentimiento culpable, mi amiga, cuando podía me atravesaba con los rayos láser que salían de sus ojos hacia los míos. Parecía decir:
—TODO. ESTO. ES. TODA. TU. CULPA.
Y, ¿sabéis?, quizás tuviera algo de razón.
Y si digo algo —así, en cursiva— es porque, la culpa quizás no la tenía, pero desde luego sí que tenía parte de la responsabilidad.
Sé que el diccionario es ambiguo respecto a estos términos, pero yo no lo soy. Para mí la culpa trasciende a la responsabilidad como parte de un contexto; esto es, la culpa está bien para aquellos que les guste de visitar confesionarios para contar sobre sus pecados a un, en principio, «ser anónimo» que la librará de toda posible infernal consecuencia en función de una penitencia concreta. La culpa está bien en el contexto de una corte legal —donde determinar dicha culpa dará cabida a otro tipo de «penitencia»—.
Pero fuera del confesionario y del juzgado, la culpa no puede ser equiparada a la responsabilidad.
Y si bien una penitencia es definitivamente una obligación (impuesta), toda obligación no tiene por qué ser penitencia.
Pero, ¿cuál es la moraleja de esta historia?
Una muy sencilla: es más fácil que busquemos la comodidad que la felicidad. Y me parece bien… en cierto aspecto. Quiero decir, la comodidad —creo que podríamos convenir— es parte de la tranquilidad. Y la tranquilidad, como tal, es —o de debería ser—, cuanto menos, menos efímera que la felicidad. A fin de cuentas —creo que podríamos convenir— la felicidad es ese momento —y no ninguno de los anteriores ni tampoco de los posteriores— en el que conseguimos algo que anhelábamos y también, como tal, en el momento en el que lo conseguimos y dejamos de anhelarlo… desaparece esa felicidad.
La tranquilidad puede perdurar. Y para estar tranquilo, en cierto aspecto —no solo físico, sino también mental, espiritual…—, hay que estar cómodo.
Pero —y he aquí la verdadera moraleja—, la comodidad (y, por tanto, la tranquilidad) no debería condicionarnos la que sea nuestra búsqueda de felicidad. Porque, como tal, la felicidad es efímera… pero su búsqueda no tiene por qué serlo. La búsqueda de la felicidad —de lo que sea que nosotros consideremos felicidad— debería ser una constante en nuestra vida. Una, de hecho, con la que nos sintamos cómodos y, por tanto… tranquilos.
A todos los que me escribís para contarme vuestras cosas esperando recibir algún tipo de retroalimentación útil a tal respecto por mi parte, gracias; no sabéis, en realidad, el orgullo tan grande que me hacéis sentir. Y me consta que a algunos aun no he tenido tiempo de responderos, pero… todo llegará.
Por lo demás, podéis seguir escribiéndome para que compartamos historias, anécdotas, reflexiones, sentimientos y sensaciones. Podéis hacerlo a través de redes sociales, de los formularios de contacto de esta misma web o a través de mi correo electrónico.
Gracias una vez más… ¡Nos escribimos!
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Te propongo un viaje de ida y vuelta en paralelo entre la vida y la escritura, viendo qué de la una es aplicable en la otra y qué de la otra es aplicable en la una. Sé que las reflexiones que en este primer volumen de «El oficio de escritor» te comparto te van a ser más que útiles a la hora de enfrentarte al folio en blanco.
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