El miedo a escribir —como cualquier otro temor— es, en realidad, el reflejo de otro miedo subyacente que es el que verdaderamente hemos de descubrir —y combatir— para acabar con él (o ellos) de raíz.
.- Ibai Fernández Tuitéame
El miedo es un factor ambivalente del que los más atrevidos dirán que es nuestro peor enemigo y del que los más conservadores harán defensa como «ese factor de preservación que nos permite seguir vivos la mayor parte del tiempo». A la hora de escribir, como reza el adagio, «el miedo no es una opción». A fin de cuentas, para escribir sólo hay una forma de hacerlo: empezar a juntar letras que formen palabras para formar palabras que formen oraciones y, oración a oración, componer un texto de alguna clase y naturaleza. Hasta ahí es sencillo.
Ahora bien —en mi experiencia—, cuando tenemos miedo de algo generalmente tenemos miedo de otra cosa que no hemos detectado, que no hemos explorado lo suficiente o tal vez que no podemos conceptualizar. Esto es, el miedo que sentimos, por lo general, es reflejo de un miedo más profundo y arraigado a otra cosa que no somos capaces de identificar.
El miedo a la oscuridad, por ejemplo, puede ser miedo a la soledad. Y el miedo a la soledad, por ejemplo, miedo a la muerte. Incluso el miedo a la muerte puede ser miedo a no ser capaces de sentirnos jamás lo suficientemente vivos.
Esto que suena tan filosóficamente «traído por los pelos y cogido con alfileres» tiene algo de cierto cuando de escribir se trata.
Si lo analizamos fríamente, el miedo al folio en blanco es el miedo a tener que rellenar un vacío caminando sobre él por un alambre tensado que vamos instalando nosotros mismos a medida que vamos del punto A al punto B. Y, más que a hacerlo, claro está, a no ser capaces de hacerlo. A caer al vacío por no haberlo sabido rellenar debidamente (sea lo que sea que «debidamente» haya de significar); a no ser capaces de instalar ese cable y de atravesar sobre él ese vacío.
El miedo a escribir, por tanto, si seguimos ese mismo razonamiento anterior de tratar de encontrar siempre un miedo subyacente al miedo expresado, es el miedo a exponerse a encontrar —y finalmente hacerlo— ese mismo vacío dentro de uno mismo. A no exponerse a encontrar la propia voz y una historia propia que poder contar.
El miedo a escribir se resume, en definitiva, en el miedo a la exploración necesaria para tener que encontrar algo qué decir y un modo de decirlo, pues en eso, a fin de cuentas, es en lo que se resume el oficio del escritor y el arte de la escritura. Y, sin embargo, la exploración es algo que a los humanos se nos suele dar bastante bien… Y es que lo hacemos a todas horas.
Explorar es mirar a ambos lados de la calle antes de cruzarla para evitar ser embestidos por un vehículo. Explorar es mirar en redes sociales a ver quién nos dijo qué sobre alguna de nuestras publicaciones —o sobre alguna publicación ajena. Explorar es pasear un pasillo de supermercado mirando las estanterías o una calle mirando los escaparates. Encender la tele y barajar los canales para encontrar qué es lo que queremos ver (o sus equivalentes en Netflix o Youtube, por ejemplo) también es explorar. Explorar es lo que naturalmente hacemos de niños —todo el tiempo— hasta que esos niños (o algunos de ellos, en todo caso) se cansan de hacerlo cuando son adultos. Explorar es una de las cosas que mejor se nos dan como seres humanos que somos. Exploramos los sentimientos cuando los sentimos y las sensaciones cuando las experimentamos. Exploramos la temperatura de las cosas cuando las cosas tocan nuestra piel. Exploramos el olor de las cosas que olemos y el sabor de aquello que acaba en nuestra boca. Exploramos las sensaciones de nuestro cuerpo cuando experimentamos placer y cuando experimentamos dolor. Y, de las exploraciones, aprendemos.
Escribir es explorar y, por tanto, escribir es aprender. Y, por tanto, podría decirse, entonces, por silogismo, que tener miedo a escribir es tener miedo a aprender. Porque, una vez más, escribir es exponerse. Y cuando nos exponemos —a lo que sea que nos expongamos— acabamos aprendiendo sobre nosotros mismos.
El miedo a escribir —podríamos ir concluyendo esta perorata— es el miedo a enfrentarnos a nosotros mismos, a no ser capaces de preservarnos debidamente, de preservar nuestra identidad, la que tenemos aceptada desde el punto de vista de la incapacidad a su respecto —al respecto de escribir o de cualquier otra actividad que nos queramos (o no nos queramos) demostrar a nosotros mismos que somos capaces de hacer.
Y esto es así, queridos lectores, porque la incapacidad (el hecho de aceptarla) es más cómodo —muchísimo más cómodo— que enfrentarse a ella. Porque si nos enfrentamos a una incapacidad sólo hay dos resultados posibles: imponernos a ella venciéndola o rendirnos a la comodidad de aceptarla. Y yo me pregunto:
¿Qué nos hace sentirnos mejor que la victoria?
.- Ibai Fernández Tuitéame
Lo que lees es parte de la serie «El oficio de escritor», dedicada a hablar del proceso de escritura y todo lo que él atañe: miedos, bloqueos, procesos, métodos y, en general, un puñado de no muy malos consejos sobre cómo afrontar ciertas partes de la vida. Puedes seguir el hilo de la serie continuando al siguiente artículo o visitando el anterior si aún no lo leíste.
Bienvenidos a este pequeño viaje llamado «El oficio de escritor». Soy Ibai Fernández y os voy a acompañar a lo largo de él.
Hay dentro de cada uno de nosotros un músculo, una célula… que siempre va a tratar de convencernos de que «no lo intentemos».
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Ejercicio: «Échate un cuentecito».
Hagamos el siguiente ejercicio. Contémonos a nosotros mismos sobre nuestra identidad. Ya tienes un qué decir… y nadie debería ser capaz de encontrar un mejor modo de hacerlo (cómo decirlo) que tú mismo. Juega con la idea. No estás tratando de impresionar a nadie al respecto. No se trata de una carta de presentación para con la empresa de turno y mucho menos —¡muchísimo menos!— de tener que impresionar a tu comunidad en redes sociales con alguna descripción brillante de ti mismo.
Tú te conoces lo suficiente como para poder serte sincero. No vas a publicar esto. No me lo tienes que entregar a mí —a no ser que quieras hacerlo porque le tengas el suficiente orgullo al resultado— ni a nadie. Va a ser ti juego y tu juguete. Único, íntimo, exclusivo.
Vamos, abre ahora mismo un documento. No te preocupes por la longitud del resultado ni por su forma. Sólo hazte un favor a ti mismo y «échate un cuentecito» con tu identidad como protagonista. Puedes responder a preguntas como:
- ¿Quién eres?
- ¿Cuáles son tus miedos?
- ¿Qué te hace sentir cómodo?
- ¿Qué te hace sentir incapaz?
- ¿A qué cosas te gusta dedicarle esfuerzo?
- ¿A cuáles se lo dedicarías realmente y a cuáles no?
- ¿Cuán reticente eres a exponerte y cuáles son las razones de esa reticencia?
- ¿Cuál es tu grado de confianza a la hora de exponerte a los propios juicios que tú puedas hacer de ti mismo?
- ¿Qué sería para ti un descubrimiento positivo y qué uno negativo?
No tienes porqué constreñir tu cuentecito a estas preguntas. El objetivo del ejercicio es que formes una expresión analítica de tu identidad en un pedazo de texto sin preocuparte por su longitud o por su forma. Simplemente sé sincero contigo mismo y deja que sean las palabras las que te hablen a ti de ti mismo en lugar de esforzarte en domarlas para contar algo que te gustaría contar de ti mismo. Dales a ellas el timón y siéntate a disfrutar del viaje.
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