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Consejos de libro de recetas (para escritores)

Consejos de libro de recetas (para escritores)

Lo prometido es deuda. Y, como tal, aquí tenéis estos consejos de libro de recetas (para escritores) que prometí que os traería. Espero que los disfrutéis.

Pues bien, ya vamos llegando a ese punto B al que esperábamos (esperaba, cuanto menos) poder llevaros cuando partimos de aquel punto A sobre ese alambre que, durante estos artículos, he ido trenzando desde el uno y hacia el otro. Y para aquellos que hayáis hecho el esfuerzo de llegar hasta aquí es que os voy a brindar estos «consejos de libro de recetas (para escritores)» que os traigo en este último y definitivo artículo de este «El oficio de escritor – Vol. 1 – Reflexiones de un escritor primerizo». Espero que os haya gustado el viaje. De ser así, podéis comentármelo, escribirme con vuestras impresiones al respecto, vuestras reflexiones, vuestras conclusiones —ya sean más o menos definitivas—. Y si no os ha gustado, si no os ha parecido bien, si estáis en franco desacuerdo con lo mencionado aquí —ya sea total o parcialmente— y queréis hacérmelo saber, de veras que no os podré estar más agradecido al respecto. Sí, escribo porque me gusta, porque me lo pide la entraña, pero también es grato saber que hay quien lee y, sobre todo, que hay quien opina al respecto. Porque, recordad, aunque Einstein supiera mucho de física, seguro que tuvo que contrastar su muy docta opinión con opiniones menos doctas que quizás (tal vez no) fueron las que le hicieron poder obrar toda su magia (o ciencia, tanto da) en lo que a sus consabidas y famosas teorías se refiere. Que, ojo, no me tengo a mí mismo por el Einstein de ninguna ciencia, de ningún arte… o (incluso) de ninguna magia; pero, una vez más, no creo que sea malo manifestar realidades como esta que aquí manifiesto: la de que me gustaría saber qué os ha parecido todo lo que este escritor primerizo reflexiona y comparte con vosotros a través de estas líneas. Esa, de hecho —si recordáis—, sería mi victoria personal en lo que a este viaje se refiere.

Pero antes de comenzar con esos consejos de libro de recetas (para escritores), me voy a permitir hacer un resumen de lo que hasta aquí hemos visto. De una forma muy breve, muy resumida, y a modo tan epigrafiado como el que sigue:

  1. La posibilidad de inventar —y, por tanto, la posibilidad de mentir— nos hace plenamente humanos y nos habilita al universo de la imaginación, que es la base de toda forma de creación, incluyendo, por supuesto, en ella a la escritura.
  2. Cualesquiera de nuestros miedos suele ser el reflejo de un miedo subyacente, más profundo y arraigado a otra cosa que no somos capaces de identificar. En esa línea, el miedo a escribir es el miedo a demostrarnos a nosotros mismos que no somos capaces de hacerlo, a poner en tela de juicio nuestra arraigada identidad, el cuento que nos contamos a nosotros mismos sobre quiénes somos, un cuento en el que el principio de comodidad trata de prevalecer sobre el principio del descubrimiento y de la exploración de nosotros mismos y de nuestras capacidades.
  3. Es por ello que intentar algo no es una opción. Las cosas se hacen o no se hacen, pero a la hora de sentarse (o levantarse) a intentarlas siempre habrá una fuerza mayor —una fuerza cósmica, un principio universal— que nos dirá que estamos mejor quitecitos y callados. Esa fuerza se manda al carajo simplemente haciendo algo y no intentándolo hacer.
  4. El acto de crear —y, por tanto, el de escribir— es el acto de decidirnos a encontrar nuestra propia voz, nuestro propio punto de vista; es el acto de elegir qué ver y cómo verlo, qué decir y cómo decirlo. Es enfrentar un problema desde una perspectiva propia que —silogismo mediante— en ningún caso será una perspectiva, por tanto, que pueda ser ajena. Que incluso en el caso de ser heredada, seguirá teniendo matices propios, personales e intransferibles, que son los matices sobre los que se sustentará esa propia voz nuestra.
  5. Todos tenemos el derecho a estar equivocados —e incluso el deber moral de estarlo—, como único camino al aprendizaje. Porque el aprendizaje es exploración y la exploración es descubrimiento y el descubrimiento —el descubrimiento de nosotros mismos— es verdad, nuestra verdad; una verdad cuya dimensión moral o estética no existe con la misión de ser evaluada, sino solo tomada en cuenta y manifestada plena conciencia sobre ella.
  6. Nuestra voz es reflejo de nuestra verdad, que no es buena ni mala ni mejor ni peor. Es una voz y, como todas las voces (y como todas las verdades) merece ser tenida en cuenta, tomada en constancia y asumida como propia (o ajena). Cada voz —la nuestra incluida— merece, por tanto y en cualquier caso, su lugar.
  7. Ponerse a pensar de más es algo que está —valga la redundancia— de más, porque corremos el (triste) peligro de sentir «parálisis por análisis»; o, dicho de otro modo, somos capaces de caer en la «paradoja del sobreanálisis», consistente en quedarnos varados en el análisis de una acción pasada o futura en lugar de centrarnos en el desarrollo de esa acción en tiempo presente. O, dicho de otro modo: «¡No lo intentes! ¡Hazlo!». Porque la clave de la vida es disfrutar lo que se hace cuando se hace —porque sino, hágase lo que se haga—, no se disfrutará lo que se esté haciendo.
  8. La originalidad no existe y, de existir, radica en las circunstancias. El hecho de que no exista la originalidad no es una mala noticia sino, muy al contrario, un peso que como creadores podemos quitarnos de una vez de encima. En lugar de pensar en que vamos a tener algo así como «la idea definitiva» podemos concentrarnos en variar las circunstancias en las que se desarrollan unas ideas que, quizás no tan definitivas y más que probablemente utilizadas ya por alguien antes de que nosotros, pueden aportar una perspectiva completamente nueva a los consumidores de dicha idea.
  9. La inspiración no es indispensable. A lo sumo, es parte del proceso creativo en la misma medida en la que acción y emoción forman parte de él. Y en lo que a creación se refiere, siempre hay algo que se puede hacer: hacer algo (y no solamente intentarlo, recuerda).
  10. A veces, sin embargo, llegan momentos en los que lo mejor que se puede hacer es no hacer nada. A veces conviene descansar, a veces rendirse es una opción, a veces los astros no ayudan, la temperatura no ayuda, las circunstancias —en definitiva— no ayudan. Y hay que saber —de cuando en cuando— «darse por vencidos» y, en lugar de simplemente esperar —quizás la peor de todas las estrategias concebibles— simplemente dedicarse a hacer otra cosa: jugar, descansar, leer, contemplar… Y no sólo pensar. Porque, recordémoslo siempre, el ser humano —y más concretamente su cerebro— no está diseñado para pensar continuamente.
  11. Y es que todo lo que buscamos ya está en nuestro cerebro. Hay toda una química cerebral que hemos de cuidar… y de descuidar. Porque, ojo, no puedo creer —y espero que ninguno de vosotros tampoco— que haya miembro de nuestra especie que pueda vivir una vida verdaderamente plena sin aplicar sobre ella un determinado «cociente de irresponsabilidad». Porque lo peligroso en esta vida es el exceso, cualquier exceso; y el exceso de responsabilidad también nos puede pasar factura. Para crear, vivir es necesario; y para vivir plenamente, experimentar lo uno y su opuesto —una vez más, en su justa medida— es algo completamente indispensable.
  12. Hay una herramienta que siempre te va a ayudar incluso ante el bloqueo creativo más severo, incluso ante ese proverbial «bloqueo del escritor» que tantas veces se menciona como un mantra sin el que cual pareciera que ningún escritor puede llegar a ser uno. Y que esa herramienta es tan sencilla como lo que sigue: hacerse preguntas.
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Y, ahora sí, vamos con unos cuantos consejos de libro de recetas (para escritores):
  1. Lee

Por obvio, leer es una semilla básica para fomentar la creatividad —cuánto más la literaria—. Ahora bien, no solo leas aquello que quieres escribir —en cuanto a género o formato, por ejemplo, me refiero—. Léelo todo. Punto primero, porque nunca sabes dónde vas a encontrar esa para nada indispensable inspiración —quizás en el artículo de un blog o en un recorte de periódico o revista, por ejemplo—, esa idea seminal que te lleve a un gran escrito —de cualquier género y formato—. Punto segundo, porque es bueno que te habitúes a todo tipo de lecturas —tanto en género como en formato— a fin de que vayas moldeando (encontrando) tu propia voz a fuerza de leer muchas voces ajenas —de analizarlas debidamente y de verter a su respecto aquellos que puedan ser tus juicios sobre ellos.

  1. No escribas

Estoy seguro que esta no te la esperabas. En serio: en la línea del «No lo intentes, hazlo», no escribas si no quieres hacerlo, si no estás —no te sientes— preparado para ello, si no te sale lo que querías que te saliera; en definitiva, si te vas a sentar a intentarlo en lugar de hacerlo… pues no lo hagas. Dedícate a otra cosa… al menos durante un rato (más o menos largo). Entre estos consejos tienes algunas que podrías hacer, pero, de otro modo, encuentra las tuyas propias. Yo no soy una persona muy deportista, pero, por ejemplo, «he escuchado por ahí» —he leído, más bien— que el deporte ayuda a la generación de esos neurotransmisores que, a la postre, facilitan la actividad creadora. Inténtalo, por ejemplo, con otra actividad creativa, como el dibujo, la pintura o la música. Pasea. Sal y diviértete un rato. Túmbate a escuchar música y a mirar al techo. Cocina.

Cuando era pequeño —y no tanto— sufría de terrores nocturnos (una gran fuente de inspiración, no obstante, años después, en lo que a la escritura se refiere). Después de que mi madre lo intentara todo —sin éxito— para que, por las noches, me quedara dormido y no entrara en su dormitorio —y en el de mi padre— en algún momento de la noche, no tuvo más remedio que llevarme a un psicólogo —psicóloga, de hecho. Su nombre —el de la psicóloga— era Leonor y su solución fue la más efectiva que encontré (encontramos, incluyéndola a ella, a mi madre… y, por supuesto, a mi padre): «¿No quieres dormir? Bien… no duermas. ¿Qué te gusta hacer? ¿Leer? ¡Maravilloso! Cuando no quieras (no puedas) dormir, no duermas; lee en su lugar. Y… mano de santo. Leí más de noche cuando era pequeño que lo hago hoy por hoy de día ahora que se me puede considerar adulto.

Así que eso, si no quieres (no puedes) escribir… no escribas. Quizás, igual que el sueño acabó llegando… te lleguen a ti las ganas (¡la necesidad!) de escribir.

  1. Observa

Un buen escritor es, sobre todo, un buen observador. Volviendo a mi madre, muchas veces me dice: «No entiendo cómo eres capaz de escribir con tanta claridad y certitud sobre aquello de lo que no tienes ni la menor idea». Y sí, claro, la investigación es una parte importante de la vida del escritor, mucho más cuando se trata de escribir de aquello de lo que el escritor no tiene —al menos en un principio— la más mínima idea. Ahora bien, la observación es la forma primordial de investigación. En tal sentido, observación (que no deja de ser una acción) e inspiración se relacionan íntimamente. Pensad, si no, en Arquímedes o en Newton. Cualquiera que se haya metido en una tina llena de agua o cualquiera que haya visto caer una manzana de un árbol no es capaz de desarrollar toda una ley física de la naturaleza. Pero ellos sí lo hicieron… ¿por qué? Porque observaron activamente lo que tenían alrededor e, inspirados por ello, fueron capaces de proveer de sus pensamientos —de su verdad, que acabó resultando una elemental de la naturaleza— al resto de la humanidad.

Observar, por tanto, es mucho más que mirar. Es mirar de forma activa. Mira a tu alrededor de forma activa y, más que probablemente, acabarás encontrando en aquello que observes una importante fuente de inspiración —o de alimentación— para tus escritos.

  1. Toma notas

Este es —o habría de ser— la habilidad principal de cualquier escritor que como tal se considerase. Todo esto que leéis aquí —y que habéis leído a estas alturas— es producto de un montón de notas, notitas, líneas de dudosa caligrafía escritas ya fuera en una libreta, en el margen de un libro, en una servilleta… e incluso en un cartón de pizza. Ahora tenéis teléfonos móviles y miles de aplicaciones donde tomar notas, conservarlas, hacer duplicados e incluso compartirlas en comunidad —para que otros se puedan nutrir de ellas y, en el mismo orden de cosas, nosotros de la reacción que dichas notas provocan—, así que no hay excusa. Eso sí, llamadme «de la vieja escuela», pero soy de aquellos que piensan que, a la hora de tomar notas, a la hora de tomar apuntes… nada es tan efectivo como un pedazo de soporte físico y algún material con el que poder escribir sobre él. Sé que hay estudios, de hecho, que así lo defienden, pero en esta ocasión no me voy a tomar la molestia de buscar alguno para demostrarlo. Podéis creerme (o no) en lo que respecta al soporte físico de los pensamientos, a la íntima relación que existe entre uno mismo y dicho soporte a través de cualquier material que permita físicamente fijar nuestros pensamientos sobre el primero. Pero, sea como fuere, sabed que tomar notas es parte inalienable de la vida del observador, del creativo, del escritor. Cuando salgáis a pasear, al cine, a tomar una copa… nada os impide que llevéis un pliego de papel y un bolígrafo con el que tomar esa nota que más tarde se puede convertir en todo lo que necesitabas para arrancarte a escribir una historia, un relato, un poema, un ensayo…

  1. Diversifica (pero no demasiado)

Tanto a la hora de consumir como a la de producir —a la de crear—, diversifica. A la hora de consumir, consume —una vez más— todo tipo de escritos, pero también películas, canciones, videojuegos, viajes y aventuras (más grandes o más pequeños).

A la hora de producir, si me preguntáis a mí, yo soy de los que prefiere, asimismo, mantener varios frentes abiertos… pero, eso sí, no demasiados. Concentrarse en algo de una manera muy intensa y exclusiva se ha probado a sí mismo —en lo que a mí caso se refiere— como una fuente potencial de frustración, mientras que tener diferentes posibilidades a la hora de sentarme a hacer algo siempre me permite elegir a qué quiero dedicar cada rato en concreto. Ahora bien, nuevamente, no demasiados. Yo, en mi caso, tengo a alguien que me recuerda constantemente que no empiece un nuevo proyecto si ya tengo demasiados comenzados. Eso sí, por supuesto, «demasiados» es siempre algo tan relativo como subjetivo. Y en hallar los límites factibles de esa diversificación es, en este caso, en lo que se encuentra el reto.

  1. Plagia

¿Tampoco te la esperabas? Pues sí. Yo la tengo atribuida a Picasso —una vez más—, pero a saber quien dijo aquello de (haz clic en el enlace para enterarte de quién lo dijo realmente):

Recuerda que Plauto y Tarantino (e incluso en cierta medida George Lucas y los hermanos —ahora hermanas— Wachowski) lo han hecho con desmedido éxito, así que… ¿por qué no lo ibas a hacer tú? También escuché (o leí) por ahí que la saga de Crepúsculo y la saga de Cincuenta sombras no son sino un plagio —más o menos moderado—, de una sobre la otra, si bien no recuerdo ni tengo ganas de investigar cuál fue primero. A decir verdad, no son de mi paladar ni en lo que a cine ni, mucho menos, a literatura se refiere. El caso es que una de las autoras de alguna de esas sagas era tan fan de la otra saga que decidió «cambiar las circunstancias» en las que dichas historias se desarrollaban y, fíjate tú, ambas se convirtieron en grandes exitazos —al menos en lo que a comercialización se refiere.

Así que eso: si te encanta algo… ¿por qué no plagiarlo? Cambia las circunstancias, los personajes e incluso, quizás, tal vez, el género. Recuerda que un género no está compuesto más que por una serie de elementos comunes y reiterativos que un tipo de historia tiene en relación con otras, pero que esas «series de elementos» siguen permitiendo los más diversos —e incluso disparatados— argumentos. ¿Qué tal un Juego de Tronos futurista? ¿Y un Matrix medieval? ¿Qué tal si encasillamos toda la historia de Indiana Jones sin abandonar las instalaciones de un hospital? ¿Se podría hacer? Tengo la seguridad de que sí se puede hacer. Con tiempo y paciencia —como reza el adagio—, salvo escapar de la muerte (y de los impuestos) todo es posible. Y quién sabe si, además de darte el gusto personal de escribirlo, no acaba resultando un terrible (en todo sentido) exitazo comercial…

  1. Medita

Finalmente, me voy a poner místico. O no tanto. Y es que los efectos de la meditación ya han sido intensiva y extensivamente probados desde un punto de vista puramente científico. A mí, la verdad, que me va muy bien. En mi caso, yo he elegido —o él me ha elegido a mí, que en estas lides nunca se sabe— un método de meditación llamado Nidra Yoga. Algo así como «el yoga del sueño».

El Nidra Yoga te permite establecer una conexión importante con el lado más inconsciente de tu mente a través de una serie de ejercicios mentales que has de hacer tumbado, calentito y en pleno y profundo estado de relajación; tanto —de ahí el nombre— que al principio es incluso un poco difícil no quedarse dormido. Yo, para evitarlo, lo hago —por lo general— justo después de despertar. Salgo de la cama y me activo lo suficiente para que el sueño no vuelva a atraparme mientras la practico. Luego vuelvo a la cama y me tumbo. Una voz —nada sobrenatural, ojo; en mi caso, sin ir más lejos, se trata de un audio que encontré en  YouTube— me invita a ponerme tan cómodo como buenamente pueda, tapadito bajo mis cobijas —el consejo de la voz es el de utilizar «una manta ligera», pero con el frío que está haciendo estos días en el lugar que vivo… pues «la manta ligera» acaba convirtiéndose en tres cobijas gruesas—, boca arriba, piernas ligeramente separadas y brazos extendidos a lo largo del cuerpo con las palmas mirando al techo. Después me hace repetir un total de tres veces que voy a permanecer despierto entregándome a «la escucha de la voz que me guía». Tres respiraciones bien profundas después y tres oms más tarde me pide que elabore un sankalpa, un propósito —llamémoslo así a efectos prácticos— que no es más que una afirmación —¡importante!, afirmación; no puede contener nada negativo— con la que habré de conectar con energías afines del universo para que dicho sankalpa (propósito) se vea reflejado en mi día a día. Continúa tras la triple enunciación del sankalpa (propósito) con algo a lo que llama «rotación de la consciencia», un proceso en el que voy recorriendo mi cuerpo —en la más absoluta quietud— fracción a fracción del mismo; primero, el lado derecho y luego el izquierdo, de los dedos de las manos, porción a porción, hasta los dedos de los pies. Luego la cara anterior de mi cuerpo y a continuación la posterior. Finalmente, el interior del mismo, órgano a órgano y tejido a tejido. Continuamos con la consciencia sobre la respiración y, antes de reincidir en el sankalpa (propósito), viene un proceso de vívida imaginación en el que he de contemplar una serie de imágenes «en la oscuridad de mi frente»: elementos naturales tales que el mar, una montaña nevada, un cielo al principio azul —en el que vuela un águila— que más tarde será un atardecer rojo y anaranjado; árboles a los que abrazarme, delfines juguetones, ríos de agua fresca y clara, una luna dorada y arena caliente bajo mi espalda son algunos otros de los elementos que la voz me invita a concebir en esa «oscuridad de mi frente». Finalmente, como comentaba, reincidir en el sankalpa (propósito) antes de comenzar a moverme lentamente para acabar, antes de levantarme, tumbado sobre mi costado derecho contemplando el espacio en el que descansa mi corazón.

No sé si será muy New Age o no, pero, la verdad, me está funcionando muy bien no sólo cuando de escribir (o de crear) se trata, sino que me está ayudando a vivir mejor. Os lo recomiendo. A fin de cuentas siempre podéis fijar como sankalpa (propósito), algo que tenga que ver con vuestro proceso creativo. Y, quién sabe, quizás ese propósito se conecte con «energías afines del universo» y os permita crear —escribir— aquello que llevabais tiempo queriendo crear —escribir— y que por las razones que fuera no os acababa de salir del cuerpo.

Hasta aquí estas Reflexiones de un escritor primerizo, el primero de los volúmenes —del que espero que le nazcan hermanos como si de hongos se tratare— que he concebido mientras llevaba a cabo el proceso creativo de la que será mi primera novela, Un final para su final, que, editada por la Editorial Círculo Rojo, pronto podréis estar disfrutando. Espero que os haya gustado este viaje y, tanto de ser así como de no serlo, que queráis compartir conmigo vuestras impresiones al respecto.

Sin más, ya me despido. Un gusto. Hasta pronto.

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Lo que lees es parte de la serie «El oficio de escritor», dedicada a hablar del proceso de escritura y todo lo que él atañe: miedos, bloqueos, procesos, métodos y, en general, un puñado de no muy malos consejos sobre cómo afrontar ciertas partes de la vida. Puedes seguir el hilo de la serie continuando al siguiente artículo o visitando el anterior si aún no lo leíste.

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Te propongo un viaje de ida y vuelta en paralelo entre la vida y la escritura, viendo qué de la una es aplicable en la otra y qué de la otra es aplicable en la una. Sé que las reflexiones que en este primer volumen de «El oficio de escritor» te comparto te van a ser más que útiles a la hora de enfrentarte al folio en blanco.

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En abril de 2020 comencé The IF Show en Youtube para hablar de ciertos asuntos de los que quería hablar. Después de comenzado, la cantidad de trabajo desplazó el tiempo — y la energía — que tenía para hacerlo, por lo que dejé de producirlo y emitirlo en algún momento del otoño de ese año. Voy a volver a las andadas más pronto que tarde, pero mientras que lo hago, puedes disfrutar de lo que en su momento fue.

Ibai Fernandez
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